Texto de Jovana Hernández.
La infancia es la etapa más bonita de nuestras vidas, o al menos es más sencillo creer que lo es. En nuestras mentes, se trata de una época colorida, llena de risas, juegos y mimos, con mínimas preocupaciones y mucha creatividad, y en parte eso es verdad. Sin embargo, el imaginario popular que construimos alrededor de las infancias las reduce solo a eso, y deja en la sombra muchos otros aspectos que también la envuelven. Las emociones, experiencias y opiniones de la niñez tienen tantos matices como las de cualquier persona, pero las desestimamos e invisibilizamos continuamente.
Un concepto equivocado
La palabra infancia proviene del latin “infantia”, que significa “quien no sabe hablar”. Algunos también la traducen como “quien no tiene voz”. Es verdad que el uso moderno del lenguaje suele reemplazar su significado etimológico, pero el origen del término “infancia” nos continúa diciendo mucho acerca de la postura que adoptamos respecto a la niñez.
Reducimos a los infantes a su edad y estatura, y damos por hecho que su raciocinio y emociones son proporcionales a eso. Pocas veces su opinión es validada en la mesa de los adultos, y con frecuencia se dice que una idea es “infantil” para referir que es inmadura e inválida. Lo mismo sucede con las emociones. Es decir, calificamos como “infantiles” reacciones como el llanto o la ira. Usamos el término de infancia con una connotación negativa o indeseable. Decimos que la infancia es lo más preciado en la sociedad, pero la desestimamos en gran medida.
La edad de los niños no significa que carezcan de la capacidad cognitiva para formular ideas relevantes –de hecho son excelentes indagadores-, o que sus emociones carezcan de justificación. No es que la niñez no tenga o ejerza su voz, más bien parece que los adultos no saben –o no quieren– escucharla. El problema de los “más pequeños” es en realidad gigante, pues la poca comprensión y empatía hacia la niñez los invisibiliza.
En un mundo adultocéntrico, que quiere alejarse de todo comportamiento considerado “infantil”, dejamos a los niños en la parte más baja de la pirámide, y les damos el mensaje de que lo que sientan o digan no importa.
Es irónico y hasta hipócrita que el sector de la población que supuestamente requiere de un mayor cuidado, es violentado desde su concepto. En este sentido, se vuelve absurdo continuar refiriéndonos a ellos como “infantes”. Pero a falta de un término más adecuado, lo seguiremos empleando –al menos en estas líneas– solo por razones prácticas.
“Y vivieron felices para siempre”
Son muy pocos los niños, niñas y niñes que caben en el constructo de una “infancia feliz”. Las representaciones de la niñez tienden a ser exclusivas, porque recalcan las virtudes del niño, pero dejan fuera todo lo demás. En su constructo ideal entran emociones como la felicidad, empatía, compasión o curiosidad, pero se excluyen otras, como la tristeza, ira, miedo y frustración, que son totalmente normales y humanas, pero incómodas.
En la cotidianeidad, los infantes tienden a ser castigados o reprimidos cuando expresan emociones “negativas”, en lugar de recibir un acompañamiento respetuoso por parte de los adultos. Es un trato contradictorio, pues son niños siendo “infantiles” enfrentando el deseo de no serlo.
La tarea del adulto debería ser la de escuchar y acompañar al infante en la experiencia de sus emociones. Mas no todas son validadas, y poco a poco moldean al adulto que no quiere ser infantil.
Se espera que los infantes contengan sus emociones con la “madurez” de un adulto, pero dicha contención no debería tratar de negar o achicar la existencia de sus inquietudes e inseguridades. Es angustiante que a tantos niños, niñas y niñes reciban el mensaje de que sentir lo que sienten está mal, y que es preferible hacer como si no pasara nada. Quizá no se trata de niños inmaduros haciendo berrinches en la calle, sino de adultos irresponsables en el manejo emocional propio y de las infancias.
Además, para que un niño mantenga un estado anímico equilibrado se requiere de un entorno sano, es decir, implica cubrir necesidades tales como las de una vivienda digna, salud, educación, familia y esparcimiento. Necesidades que, por muy básicas que suenen, continúan siendo privilegios. Mientras tanto, niños en situación de calle, orfandad o explotación, simplemente quedan fuera del imaginario ideal de infancia.
Infancia: un concepto hegemónico
Las infancias alejadas del privilegio también quedan fuera del radar de cuidados del adulto. Un ejemplo es la distinción que se hace en casos de delitos cometidos por infantes. En el fenómeno de las balaceras en escuelas de los EUA, cuando se trata de un agresor proveniente de una familia tradicional, normalmente se aboga por demostrar la inocencia del infante. Se cuestiona qué factores externos pervirtieron la mente infantil para que cometiera un acto tan terrible. Se vuelve difícil de creer que un niño, estandarte de la bondad, sea el autor y ejecutor de un crimen; es decir, subestiman sus ideas y emociones.
En cambio, si se trata de un agresor no blanco, pobre o con cualquier característica no hegemónica, inmediatamente se le criminaliza y no se cuestiona más al respecto.
Es decir, mientras que en el primer caso el agresor es justificado hasta convertirlo en la víctima de su contexto, al segundo se le castiga sin cuestionarse mucho.
La palabra “niño” queda en segundo plano, para destacar la de “pobre”, “negro”, “marginado” o cualquier otra que le reste importancia a la etapa de vida en la que se encuentra. En este constructo de infancia no caben emociones como el odio o la venganza, ni condiciones de pobreza y marginación.
Cuando el infante se aleja del imaginario hegemónico, también deja de ser visto y tratado como niño. Reconocer las condiciones en las que un infante marginado se encuentra, también implica cuestionar el sistema que lo conceptualiza.
Hacia un diálogo con las infancias
Aunque la idea de vivir una infancia feliz es maravillosa y deseable, continuar creyendo que los niños, niñas y niñes crecen dentro de una burbuja, es una idea irreal y autoritaria. No hay poder en el mundo que exima a las infancias de los riesgos del mundo, ni que evite que se cuestionen y experimenten emociones distintas a la alegría.
Como cualquier humano, los niños lloran, se enojan, fastidian, enfrentan miedos grandes y pequeños, pero reales. Muchas veces se ven cara a cara con situaciones en las que ni los adultos quisieran estar. Es necesario dejar de hablar de infancia, para comenzar a hablar de y con las infancias, reconociendo su carácter plural y validando sus experiencias, pensamientos y sentires.
Es necesario pinchar la burbuja para sentarnos a escucharles y reconocerles como nuestros iguales. De esta manera, nuestra relación con las niñeces se enriquece, a la par de permitirnos ubicar y atender eficazmente los problemas que les aquejan.
Dejar de idealizar los primeros años de vida de las personas ayudará a construir adultos más sanos, empáticos y corresponsables. Prestar atención a sus voces y darles la importancia que merecen contribuye a que la construcción de una infancia feliz sea una meta, no una quimera.